Los Juegos de la XXV Olimpiada han hecho de Barcelona el punto de mira de millones de personas alrededor del mundo. Parece como si Barcelona hubiera sido redescubierta. Todo el mundo habla de ella. La prensa y la televisión nos han traído imágenes que parecen venir de un país de maravillas. Imágenes de la ciudad entera, de sus monumentos distintivos, del Barrio Gótico, de la Villa Olímpica, del flamante Palau Sant Jordi, de las numerosas instalaciones deportivas y del Estadio Olímpico de Montjuïc. Estadio de Montjuïc, para algunos de mi generación lleno de recuerdos y de cierta nostalgia. Mentalmente veo este estadio como era hace 56 años. Grupos de jovencitos entusiasmados y llenos de ilusiones íbamos allí diariamente para entrenarse, con el propósito de poderse clasificar y poder participar en la Olimpiada de Barcelona. Sí, digo bien, en la Olimpiada de Barcelona, que había de tener lugar hace exactamente 56 años, a pesar de que ahora no se hable mucho de aquel acontecimiento. Pero antes de continuar la historia de aquella olimpiada, desgraciadamente frustrada por trágicas circunstancias, giremos las hojas del libro del tiempo y repasemos brevemente la historia de los Juegos Olímpicos modernos.
Su iniciador fue el francés Pierre de Coubertin, un humanista que creía que la participación de hombres de todo el mundo en competiciones deportivas aportaría un espíritu de amistad, de hermandad y de comprensión entre los participantes fuera cual fuera su origen étnico, sus creencias y su posición social. Digamos de paso que los objetivos idealistas de Pierre de Coubertin no se han realizado completamente y los Juegos han quedado muy a menudo desvirtuados por manipulaciones políticas, racismo, intolerancia, comercialismo y la ambición de querer ganar a toda costa, utilizando para conseguirlo, medios muy poco éticos, en contraste con el deseo expresado para Coubertin cuando dijo: “Lo más importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar; lo más importante en la vida no es el triunfo, sino el esfuerzo por conseguirlo”.
El ideal que Pierre de Coubertin propone a los participantes no se identifica sólo con la victoria, sino con el espíritu caballeroso del deporte, su práctica desinteresada, la aceptación cortés de la suerte, favorable o adversa, la colaboración amistosa entre las naciones, las razas y los hombres en general, objetivos que constituyen elementos morales de un valor elevado y que el público sabe igualmente apreciar.
La primera Olimpiada moderna tuvo lugar en Atenas en el año 1896 y desde entonces, excepto los años de las dos guerras mundiales, se celebra cada cuatro años en una ciudad diferente. Ya desde el principio del movimiento olímpico, los barceloneses han demostrado un interés muy grande por los Juegos. Cuando se construyó el estadio de Montjuïc en el año 1929, fue con la intención de poseer las instalaciones requeridas para poder organizarlos. En efecto, Barcelona presentó, a su debido tiempo, la candidatura para celebrar los Juegos de la XI Olimpiada prevista para el año 1936.
El Comité Olímpico Internacional se reunió en Barcelona el año 1931, pero sus miembros no llegaron a ponerse de acuerdo. Fue un año más tarde, en Los Ángeles, cuando por votación se eligió Berlín. Esta ciudad obtuvo 43 sufragios contra 16 para Barcelona y 8 abstenciones. En aquel momento en Alemania había un régimen políticamente centrista que parecía poder organizar los Juegos con cierta garantía de imparcialidad, pero en enero de 1933 Adolf Hitler ocuparía el poder y enseguida introduciría leyes de carácter racista. La imparcialidad ya no era posible a pesar de las promesas hechas por Hitler a Baillet-Latour, presidente del Comité Olímpico Internacional.